La
rutina está construida de pequeños rituales. Se repiten uno tras otro, día tras
día. Se deslizan silenciosos, encuentran su lugar. Se acomodan. El paso del
tiempo les da peso. Los asienta y los
cimenta.
La
rutina se convierte en un muro construido ladrillo a ladrillo. Sostiene y
estructura. Porque es en la estructura donde se está a salvo. Aunque no haya
vestigios de sorpresa. Ni frescura o espontaneidad. Mantenerse impávido
es, a veces, una forma de sobrevivir.
Todos
los días ella hacía un ritual más dentro del ritual. Un ladrillo que, a su vez,
la sostenía. A la misma hora se sentaba frente al televisor y sintonizaba el
mismo canal para mirar historias de amor, desengaño y reencuentro. Se
emocionaba con otras vidas, se conmovía con tristezas ajenas, lloraba otras
lágrimas y hacía suyos muchos dolores ajenos.
Reunía
alrededor de aquella hora a toda la empatía del universo. Convocaba a la
alteridad. Y al terminar, apagaba el televisor y retomaba su vida donde la
había pausado.
No
había (desde hacía mucho tiempo) lágrimas por sus frustraciones, sus amores
truncos o sus propios desengaños. Ya no lloraba sus pérdidas y sus duelos eran
cortos. Nunca fue consciente de que sólo era capaz de llorar ese tiempo que
duraban las novelas que veía en la televisión.
Así
resistía sus propias penas, drenando su
dolor de lunes a viernes a las 16 hs.
Y
esta es la breve y triste historia de la chica que lloraba por otros porque no
sabía llorar por ella.
