lunes, 16 de diciembre de 2013

La chica que no sabe llorar





La rutina está construida de pequeños rituales. Se repiten uno tras otro, día tras día. Se deslizan silenciosos, encuentran su lugar. Se acomodan. El paso del tiempo les da peso.  Los asienta y los cimenta.
La rutina se convierte en un muro construido ladrillo a ladrillo. Sostiene y estructura. Porque es en la estructura donde se está a salvo. Aunque no haya vestigios de sorpresa. Ni frescura o espontaneidad. Mantenerse impávido es, a veces, una forma de sobrevivir.

Todos los días ella hacía un ritual más dentro del ritual. Un ladrillo que, a su vez, la sostenía. A la misma hora se sentaba frente al televisor y sintonizaba el mismo canal para mirar historias de amor, desengaño y reencuentro. Se emocionaba con otras vidas, se conmovía con tristezas ajenas, lloraba otras lágrimas y hacía suyos muchos dolores ajenos.

Reunía alrededor de aquella hora a toda la empatía del universo. Convocaba a la alteridad. Y al terminar, apagaba el televisor y retomaba su vida donde la había pausado.

No había (desde hacía mucho tiempo) lágrimas por sus frustraciones, sus amores truncos o sus propios desengaños. Ya no lloraba sus pérdidas y sus duelos eran cortos. Nunca fue consciente de que sólo era capaz de llorar ese tiempo que duraban las novelas que veía en la televisión.  
Así resistía sus propias penas,  drenando su dolor de lunes a viernes a las 16 hs.

Y esta es la breve y triste historia de la chica que lloraba por otros porque no sabía llorar por ella.